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martes, 17 de enero de 2017

Los Niños y la Filosofía.


OFELIA AVELLA |  EL UNIVERSAL
Domingo 1 de septiembre de 2013  12:00 AM

Los niños asombran por su sencillez y apertura al mundo. Muchas de sus preguntas penetran, por su sentido, en las profundidades del filosofar, como señala Jaspers. Si bien es cierto que no son propiamente conscientes de ser "amantes de la sabiduría" (philo, amor y sophia, sabiduría), su actitud ante la vida denota una sabiduría natural que puede enseñarnos mucho.

Un día, al salir de un lugar donde había reunida mucha gente, un niño de unos cinco años me preguntó: "¿verdad que yo soy «mí mismo»?", "¿verdad que cada quien es «sí mismo»?". Las preguntas pueden parecer irrelevantes y pueriles, relativas al conocimiento de algo "evidente", pero lo cierto es que este niño había captado uno de esos principios filosóficos indemostrables, precisamente, por su evidencia: el principio de no-contradicción (lo que es no puede ser y no ser) y el de identidad (lo que es, es lo que es). Su rostro traslucía, además, la felicidad de quien había descubierto algo. Jaspers recurre a un ejemplo parecido insistiendo, también, en la admiración manifestada por el niño: "me empeño en pensar que soy otro y sigo siendo siempre yo". Este niño toca -dice- "uno de los orígenes de toda certeza, la conciencia del ser en la conciencia del yo. Se asombra ante el enigma del yo, este ser que no cabe concebir por medio de ningún otro".

Podríamos dar otros ejemplos, igualmente reveladores de esta sabiduría infantil. Un día, el mismo niño preguntó: "¿qué hay detrás del sol, de la luna, de las estrellas, de las galaxias?". Procurando comprenderlo, le pregunté yo a él: "¿te refieres a Dios, a quien pudo hacer todo esto y no se ve?". "No" -respondió. "Yo sé que Dios está allí, pero no hablo de Él". "¿A qué te refieres, entonces? ¿Acaso a otros mundos o planetas que no ves?". "No" -respondió. Su impaciencia crecía en la medida en que yo no comprendía y tristemente, en este punto, creo que quedé sin comprender. Siempre he pensado que se refería al principio, a la estructura, que sostiene los fenómenos, la cual este niño intuía que no es visible a los ojos. Jaspers refiere un ejemplo interesante, relativo al paso del tiempo y a la transitoriedad de las cosas: "otra niña, que va de visita, sube una escalera. Le hacen ver cómo va cambiando todo, cómo pasa y desaparece, como si no lo hubiese habido. «Pero tiene que haber algo fijo... que ahora estoy aquí subiendo la escalera de casa de la tía, siempre será una cosa segura para mí»". Ante el caducar de las cosas, esta niña captaba que algo debía ser estable.

Las preguntas de los niños brotan de la vida, con espontaneidad. Podría objetarse que se trata de una visión simplista de la realidad, por cuanto no han estudiado ni experimentado lo difícil que resulta a veces comprender las cosas. Podría objetarse que por no conocerse bien a ellos mismos, ni haber tenido tampoco experiencia de las miserias humanas, los niños ven la vida con los lentes de una sola dimensión y así, ¿cómo puede pretenderse que se les considere "profundos"? ¿Qué hay en ellos que pueda merecer nuestra atención? Sin duda alguna, podrían, pues, argumentarse muchas cosas, pero vale la pena detenerse a considerar por qué su actitud ante la realidad es, a pesar de todas las objeciones, eminentemente filosófica.

Los niños están, ante todo, abiertos a todo lo que "es" y esto confiere a su visión una especial capacidad de asombro. Todo es siempre nuevo para ellos. Nuevo y asombroso. A veces me pregunto cómo es que fui yo el que desarrolló la teoría de la relatividad -decía Einstein. La razón es que un adulto normal nunca se para a pensar sobre los problemas de espacio y tiempo. Estas son cosas que se piensan cuando se es niño. Pero mi desarrollo intelectual fue retrasado, por lo que empecé a maravillarme del espacio y el tiempo cuando ya había crecido.

La sencillez, por otra parte, les hace inmunes a las miradas inquisidoras que ponen en entredicho toda inquietud floreciente. Puede suceder, sin embargo, que los adultos subestimemos sus cuestionamientos, bien sea con nuestra indiferencia o con alguna insinuación que les lleve a pensar que sus preguntas son tontas. Esta posible actitud de nuestra parte, tanto como los inevitables cambios que el paso del tiempo trae consigo pueden, tristemente, frenar, asfixiar estas inquietudes originarias que se recuerdan siempre como proveedoras de una alegría muy íntima, y que cuesta tanto hacer emerger después. Nuestro lenguaje y cultura median en nuestro progresivo conocimiento del mundo, tanto como todas las experiencias adquiridas que vamos asimilando. Es bueno meditar, sin embargo, por qué con los años caemos "en la prisión de las convenciones y las opiniones corrientes, de las ocultaciones de las cosas (... ), perdiendo la ingenuidad del niño", como señala Jaspers. La razón podría ser, por una parte, la cantidad de información que diversifica nuestra atención, surtiendo así el efecto de acallar esas suaves llamadas que en la primera infancia se perciben con mayor facilidad. Los estereotipos que impone la sociedad, junto a una cultura que busca masificarnos, de modo que sea más fácil disponernos a ciertas respuestas prefijadas, son también obstáculos para que las inquietudes personales florezcan. Una cultura de la diversión, del consumismo, de la imposición de ciertas modas que pretenden definir al hombre por lo que tiene, mucho más que por lo que "es", resta sensibilidad para detenerse en las cosas y cuestionarse las causas de los fenómenos. Nuestras vidas suelen ir muy rápido y así lo cotidiano deja de asombrar, por evidente.

Se entiende que la filosofía deba comprender la dinámica de la reflexión, psicologizando sus procesos. Es lógico que el hombre se plantee cómo el sujeto que conoce puede acceder al objeto por conocer. Sucede a veces, sin embargo, que al forzar la distinción, introducimos una escisión que nos distancia mucho de la realidad. Los niños, en cambio, no se plantean cómo acceder al objeto, pues intuitivamente saben que los seres se encuentran "ahí" y por eso se asombran. Su metodología del pensar, por decirlo de algún modo, arranca del contacto directo con el mundo, no de algún planteamiento que ponga en duda su existencia.

Así, pues, la alegría que brota de la sencillez infantil no se debe tanto a su "inconsciencia" como a su modo de relacionarse con las cosas. El niño parece captar un fundamento en aquello que todos vemos y nos resulta por eso evidente. Sus preguntas parecen "simples" porque tocan más directamente lo real. Capta que las cosas "son" y se alegra, además, al captarlo, pues al entrar en contacto con esta especie de claridad, su inteligencia, también clara y libre de esquemas, toca el enigma de la vida. Sencillez, realismo y alegría van de la mano. Por eso, para un niño, todo pequeño punto de creación es un mundo: los movimientos de un recién nacido, una mata que crece, una hilera de hormigas caminando, una noche estrellada, un pájaro que vuela, la inmensidad del mar o el rostro de los mismos padres.

Cercanos a lo cotidiano y libres de prejuicios (juicios que se emiten antes de saber algo), los niños resultan buenos guías en esta búsqueda del núcleo de lo real. En su humildad, además, preguntan. Por eso su actitud es filosófica y digna de atención.

Ofeliavella@gmail.com


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