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viernes, 18 de agosto de 2017

Ídalo, o la crisis permanente en Venezuela


Por: Luis Antonio González Espinoza


Podría afirmarse que la terrible crisis que padece Venezuela se debe a un cúmulo de malas decisiones, políticas erróneas, desaciertos abruptos o a un sistema socioeconómico claramente fracasado. Pero es que inclusive afirmándolo así no podríamos hablar de una única crisis, pues cada generación que ha vivido en este país puede reflejar al menos un período de gran convulsión y desconcierto social: La situación política y económica durante esta última década, la elección presidencial de 1998, los golpes de Estado del 92, el Caracazo, el Viernes Negro, la guerrilla comunista, la caída de Marcos Pérez Jiménez, el derrocamiento de Isaías Medina Angarita, la época de la guerra federal y pare usted de contar. Podría afirmarse que vivimos en una crisis crónica desde conseguir nuestra independencia, pero no cumpliría con el significado etimológico de la palabra, que se refiere a eventos concretos en épocas determinadas. Entonces ¿Qué sucede exactamente en Venezuela? ¿Vivimos en una crisis permanente o solamente es la manifestación de la frustración por el país que pudimos ser en nuestro imaginario y no somos?

Tomás Straka decidió tratar sobre este punto en un ensayo denominado La larga tristeza (y esperanza) venezolana. Para sorpresa de quién escribe, esta situación de desesperanza y de sentir que la única solución para la generación más joven, el Finis Patriae, no es nueva: Ya muchas jóvenes generaciones la han padecido, es un mal endémico albergado en aquellos que sueñan con un país próspero y se ven ante una nación-Estado alicaído, enfermo. E inclusive los positivistas de finales del siglo XIX, pensadores patrios como González León y Pocaterra e inclusive los irónicos de los años de Cabrujas comparten una fibra común en su discurso: La necesidad de salvar a la sociedad y al lector, porque ambos pueden considerarse salvables. Hay un elemento común también entre los que vivieron en 1898, los gobiernos de los años 80 y el 2010: Vivieron sus infancias en épocas de relativo progreso económico y social y viven ahora su juventud en el desasosiego que genera un país palúdico en sus formas y desquebrajado en su estructura. Los primeros, tal vez por el pragmatismo de no volver a ver la “decadencia” que significó el “liberalismo amarillo”, se volvieron en su mayoría gomecistas, celebrando cada pequeño logro que tuviera el “Benemérito” a costa de los desmadres del general andino. ¿Acaso será esta nueva generación tan pragmática como la de 1898 o será la que le dé un cambio definitivo al modelo político y social que rige a nuestra Patria?

Hay un elemento que debemos considerar importante también, y es que la Venezuela de 1898 y la de 2016 no se parecen ni siquiera en su nombre oficial. Sin duda el modelo económico, basado en las rentas de la explotación petrolera, tiene un fuerte impacto en la crisis moderna de Venezuela, pues no solamente afectó el funcionamiento institucional de la República, sino además que trastornó el desenvolvimiento de las élites criadas bajo el amparo de los petrodólares de los 60 y 70, que no supieron o no quisieron enfrentar la crisis de los años 90 y 2000; así como la rabia que los más desfavorecidos sintieron ante esa clase política arcaica y sin ideologías o programas de cambio para el país. Hugo Chávez es tal vez el máximo representante del desconcierto social de aquellos desfavorecidos por el sistema, de una sociedad que no logró entender que vivía una ilusión que no puede mantenerse al largo plazo. Es un problema de identidad sobre quiénes somos, qué queremos y qué sacrificios vamos a tomar para conseguirlo. Caldera lo llamaba la esperanza, esperanza que tal vez la clase media nacida bajo el influjo de la Venezuela Saudita y la Venezuela Bolivariana ha perdido completamente. Tal vez sea el choque tan bárbaro entre lo que queremos ser y lo que en realidad somos lo que termina desembocando la crisis de valores que hoy en día poseemos. No debemos olvidar que fue la clase media la que puso a Chávez en la presidencia la primera vez, aquella misma clase media a la que Caldera citó en 1992 para justificar por qué la ciudadanía no salía a defender el sistema institucional: El hambre como motor de una clase educada pero expoliada de sus armas elementales de supervivencia, cultura y trabajo. 

Es verdad que Chávez al final hizo que esta sociedad se polarizara entre los valores de una clase media que vive eternamente desmotivada y una clase humilde que levantó su voz tras permanecer lustros en eterno silencio; pero tal vez ese es el epítome de nuestra verdadera crisis: Querer un sueño de país que por razones casi impuestas por nosotros como sociedad no termina de erigirse.

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