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viernes, 18 de agosto de 2017

La Violencia, o cómo Venezuela pasó al sexto círculo del infierno criminal


Por: Luis Antonio González Espinoza

A principio de los años ochenta del siglo pasado, un grupo de universidades católicas, dirigidos por los jesuitas, hicieron un estudio para medir el nivel de violencia en la América Latina. Sin embargo, no sabían si incluir a uno de los países petroleros más importantes del mundo, localizado al norte de Sudamérica, pues en este país la violencia no era un problema significativo. 

Este país era la República de Venezuela, una de las pocas naciones latinoamericanas en tener para ese entonces una democracia funcional y que podía darse el lujo de haber tenido 5 presidentes sucediéndose democráticamente de manera consecutiva. 

Según estimaciones de Roberto Briceño León, para 1987 se estimaba que habían ocho homicidios por cada cien mil habitantes; un caso atípico considerando los vecinos tan violentos que tenía este pequeño país. Sin embargo, 30 años después, las cifras oficiales dan un registro de 58,7 homicidios por cada cien mil habitantes, muy lejos de cifras extraoficiales que hablan de más de noventa. Países  como Irak o Afganistán, a pesar del clima de terror generalizado en que viven inmersos, no reportan cifras similares. Tomando en cuenta que Venezuela no se encuentra inmersa en guerras con terceros o conflictos fraticidas, es una cifra escalofriante para cualquier país. En este artículo buscaremos entender brevemente qué ha significado la violencia para nuestro país y cómo entenderla.

Venezuela fue un país que, tras comenzar su proceso de independencia, se vio envuelto en una violencia endémica, principalmente dentro del sector rural. Desde las deudas de honor hasta la represión que podía ejercer el jefe civil o el caudillo para mantener el orden entre los suyos, la violencia era parte común del modo de vivir de estas sociedades. La pacificación gomecista y el éxodo rural a las grandes urbes, en conjunción con un modelo económico y social basado en la industria petrolera, permitieron que estos índices de violencia disminuyeran, aunque esto no significara que hubiera represión. Podría decirse que se silenció la vieja violencia de los campesinos por el terror del Estado policial. Pero la crisis social y política derivada del Viernes Negro, en conjunto con la inacción de la sociedad para cambiar el rumbo, hicieron que la quebradiza institucionalidad se rompiera, y con ello se vio un fenómeno hasta entonces desconocido: La Violencia Urbana. Más allá de la crisis de los años noventa, que inicia con el tristemente célebre “Caracazo” y culmina con la elección por los medios democráticos de un militar golpista, lo verdaderamente preocupante es que los crímenes aumentaban drásticamente sin que las autoridades pudieran hacerle frente, aunque hubo un período de relativo estancamiento con Caldera II. Tal como reporta Briceño-León, la verdadera espiral de violencia se ha vivido durante los años de la llamada “Revolución Bolivariana”, donde el discurso ambivalente del Estado ante el hecho, así como las erróneas e insuficientes políticas de aquellos que se encargaban de frenar la delincuencia, han ocasionado que la delincuencia y la toma de justicia extrajudicial se hayan salido del control de las autoridades. Pero el problema no se ha limitado a malas políticas de prevención del crimen, sino que además hay un elemento nada nuevo en los anales policiales nacionales, que es la impunidad, pues según datos aportados por la Fiscalía General de la República en 2014, 91% de los crímenes no acaban en sentencias firmes. Dato extremadamente preocupante dado el alto índice de homicidios, robos, secuestros, entre otros hechos delictivos.

Pero además hay un elemento sociológico que se debe tener en cuenta para entender esta escalada: A pesar de que la violencia delincuencial, la violencia política y la policial corresponden a actores y modalidades muy disímiles entre ellos, tienen  motivaciones comunes. Tal como lo expresa Tulio Hernández, lo que se expresó fuertemente a partir de 1989 fue la irrupción a la escena pública de un sector hasta entonces marginado: El que crecía en las populosas barriadas. Se manifestó su forma de entender las reglas sociales, la cual chocó de frente con las normas que regían al resto de la sociedad “cosmopolita”. Esto se enfrentó además a las brutales tácticas de represión policial, combinado con la violencia y delincuencia policial; lo que terminó a la larga generando el crecimiento de las bandas de adolescentes, convertidas hoy en las peligrosas superbandas, y el enorme vacío de institucionalidad que ha desembocado en la espiral de violencia actual. Por ello, debemos concluir que la violencia es un mal endémico que tiene raíces mucho más antiguas que los sucesos del “Caracazo”; es un problema estructural que nos afecta a todos los venezolanos por igual. Por lo tanto, entender cómo podemos buscar una solución a largo plazo, que combine efectividad en las fuerzas de seguridad y regeneración de un tejido social destruido, es tarea primordial de todos los venezolanos por igual; pues la guerra fratricida en que nos hemos sumergido no le hace bien al país, lo destruye. 
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